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Por Oriana Miranda

La imagen que cualquiera evocaría al mencionarle la profesión de “chofer de micro” es, sin duda, gris. Un tipo estresado, aproblemado, enojado o, en su defecto, triste, soportando las falencias de un sistema de transporte del cual él también es víctima, expresadas en la violencia diaria de los pasajeros. Infeliz. Lleno de deudas o de razones de fuerza mayor para trabajar en algo tan agotador, terrible y mal pagado. Pero, al parecer, esa realidad quedó en el pasado; en un pasado bullicioso, sucio y pintado de amarillo.

René Monsalve tiene 43 años y hace 26 que trabaja como chofer de micro: primero en las amarillas y ahora en el Transantiago. Por extraño que parezca, lo hace por vocación. “Mi viejita me decía que estudiara algo más, una carrera, tú sabes como son las mamás... Pero a los 17 años, apenas terminé cuarto medio, empecé a dedicarme a lo que a mí me gusta, el transporte público”.

Otra característica que sorprende de René es que sonríe. Se expresa con amabilidad. Y, como si fuera poco, además da los “buenos días”, agregando un “dama”, si se trata de una abuelita. Impresionante.

Conducía de noche, sin licencia, motivado por amigos y cercanos que ya se dedicaban a aquello. “Me siento libre”, es lo que afirma con una sonrisa en su rostro, “manejar me gusta, me hace feliz”. También le gusta ver gente distinta cada día, y asegura no haber tenido nunca problemas mayores con los pasajeros, aunque reconoce que los garabatos, escupitajos, carterazos, incluso los combos, son pan de cada día: “a mí no me pasa mucho. Les pasa a mis colegas. Aunque siempre está el riesgo, latente”.

A pesar de lo malo, René intenta hacer su trabajo lo mejor posible: lo que marca la diferencia es que él ama lo que hace. “Si gano 700, 800 luquitas mensuales, ¿cómo no voy a ser profesional?”: tiene razón, así cualquiera. Sobre todo con los horarios de trabajo los que ofrece la empresa operadora SUBUS, para nada desmedidos: se levantó a las 4.30 de la madrugada, para a las 5.30 iniciar su recorrido a bordo de la 212, “Providencia, La Pintana”. A las 12.01, luego de unas cuantas vueltas, debe estar en el paradero de Suecia con Avenida Providencia, y a las 12.34, cuando devuelve la micro al paradero general de Transantiago, ubicado en Recoleta, finaliza su jornada laboral.

Además, tiene un mes de vacaciones en el verano, y una semana en invierno, dos domingos libres al mes y un día a la semana. Si trabaja el primero de enero, es por opción: “Siempre pido ese turno, es que como yo no bebo...” -sonríe picaronamente y prosigue- “ya me tomé todo lo que me tenía que tomar”.

“La empresa nos cuida, nos deja trabajar tranquilos, en caso de tener un accidente, un choque, nos manda al sicólogo para que nos recuperemos. También nos tiene un seguro de vida por 24 millones de pesos. Yo a veces le digo a mi señora que ojalá que me maten luego. Dos autos, casa y más encima 24 palos, ¿qué mejor?”.

Con razón asegura que “después de 26 años, llegar a esta empresa es lo mejor que me ha pasado”. Además de la bonanza que significan los beneficios económicos y laborales, ha mejorado la relación con su familia: “cada vez tengo menos problemas. Antes llegaba con rabia a la casa, ahora llego contento”.

Si el caso de René fuese una generalidad, al menos, entre los trabajadores de SUBUS, entonces la realidad del chofer de Transantiago promedio sería muy distinta a la que nos pinta nuestra tenebrosa fantasía.