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Por Sofía Brinck
Los últimos días de Noviembre son signo de que el año cambia. El sol brilla hasta tarde, el calor ahoga y sofoca, la navidad empieza a asomarse en las grandes tiendas comerciales y en los adornos en las calles, y los estudiantes se alegran por el inminente fin del año escolar.
Pero para mí, aparte de lo anterior, significa que a menos que haya elecciones presidenciales, viene la Teletón. Son las 27 horas de amor, de la solidaridad de los chilenos, de todos los canales de televisión olvidando rencillas y competencias, y uniéndose para transmitir un programa que adhiere a animadores, cantantes y famosillos.
Desde que tengo memoria, la Teletón me atrae de una forma inusual. El desafío era quedarme la noche despierta para verlo todo, cada canción, sketch, cómputo e historia que apareciera y no tener que leer el diario al día siguiente para enterarme de los pormenores de la noche.
Ha pasado el tiempo, pero mi atracción por la Teletón sigue ahí. Me siento frente a la televisión a llorar con cada historia, a emocionarme con cada testimonio y a darme cuenta de la pequeñez de mis problemas comparados a los de los niños que se rehabilitan. Pero ahora logro ver cosas que antes no captaba y entiendo cosas que antes escapaban a mi entendimiento de niña. Y son cosas que a veces no me gustan.
No me gusta ver cómo se tiene que hacer hasta lo imposible para hacer que la gente se conmueva y done plata, no me gusta ver cómo las cosas se estiran al máximo para que se llegue a la meta, no me gusta ver la desazón en la cara de Don Francisco al ver que pasan las horas, pero los números del contador no avanzan.
Y me indigna y avergüenza que las comunas de Santiago Oriente sean las que menos donen, las que en comparación con el año anterior peor vayan, en las que menos gente acude a los bancos. Es en esas comunas donde viven las familias de mayores de ingresos, las que tienen más recursos, y sin embargo, las que menos se comprometen.
Resulta increíble ver como familias, escuelas y comunas de escasos recursos se esfuerzan en conjunto y hacen hasta lo imposible para donar “hasta que duela”, como dijo San Alberto Hurtado, mientras que aquellos que tienen más se desligan de empresas país como esta.
Pero la Teletón es más que eso, y lo demuestra cada año. Más allá de las donaciones de empresas o de gente adinerada como Leonardo Farkas y José Luis Nazar , lo que construye a la Teletón son las donaciones de la gente común y corriente, la que tiene problemas de dinero y que aún así da todo lo que puede y muchas veces, más. Son los niños que van a las sucursales con la alcancía y la vacían en los mesones, las familias enteras que van al banco y todos los que repletan los estadios, teatros y diferentes lugares por los que pasa la gira por el país.
Y aún más allá, son todos aquellos niños y personas discapacitadas que, a pesar de su minusvalía, salen adelante y viven historias estremecedoras, que nos muestran la realidad más escondida de Chile, esa de innumerables sacrificios y de penas y alegrías profundas.
Ya son 30 años, en los que Don Francisco ha conducido a un país para despertar el espíritu solidario de todos, 30 años de mostrar aquellos testimonios dramáticos que prueban que la superación existe. Como dijo Osvaldo Briceño, diácono y participante de la primera generación de la Teletón, “la discapacidad no es una minusvalía, es sólo una capacidad distinta (…) y los que la tenemos, debemos demostrar que valemos lo mismo”.
Hace falta que todos los chilenos nos demos cuenta de eso, y que no sólo dependamos de Don Francisco para ayudar, sino que tomemos nuestras propias decisiones y que de una vez por todas nos demos cuenta de que tenemos que ser nosotros los que provoquemos los cambios, y que nadie debería tener andar detrás apurándonos. Don Francisco no va a vivir eternamente y, en el caso que la Teletón se terminara con el, ¿quién se preocuparía de donar plata para los niños discapacitados? No podemos descansar siempre en que otros harán el trabajo duro, hay que aprender a movernos por nosotros mismos.